Cuando la sangre. (10)

El paso de una comitiva encabezada por el propio conde, su invitada extranjera, el carruaje y un nutrido séquito de sirvientes no podía pasar desapercibido en el pueblo de Curtea. El padre Paul los vio desde el campanario, avisado por los rumores de las gentes sencillas.

Él la había avisado. Varias veces. La había advertido del peligro, y había hecho especial énfasis en Poenari, a donde no debía ir bajo ningún concepto. Sin embargo aquella extranjera impulsiva no le había hecho caso. Y ahora se dirigía a Poenari, en la peor de las compañías, rumbo a su perdición. Debería haberle contado. Sí, debería haberle dicho la verdad, incluso por encima del secreto de confesión.

Aquella mujer iba a sufrir, tal vez a morir, y la culpa era solo suya. ¡Cobarde! ¿Que quedaba de aquel joven cargado de ideales que estaba dispuesto a cambiar el mundo? ¡Cobarde, sí! ¿Que había sido de su integridad, de su compromiso? ¿En qué se había convertido?

Los años de silencio no eran excusa. Esos años de infundir ideas desde el púlpito, y a veces desde el confesionario, verdades que nada podían contra los temores ancestrales que sojuzgaban a su feligresía. La inutilidad de su discurso frente a aquel muro de tinieblas había terminado con su firmeza, socavando su integridad y destruyendo hasta su amor propio. ¿Cuanto hacía que se había resignado a administrar sacramentos a aquellas almas perdidas? ¿En qué momento les abandonó para, como ellos, resignarse a preservar su vida al precio de su aquiescencia y su silencio?

Y ahora iba a ocurrir de nuevo. Aquel viaje solo tenía un final, y él lo sabía, lo había conocido a través de verdades susurradas a través de una celosía. Pero siempre quedaba la duda. Solo le faltaba esa certeza que le podría otorgar la prueba definitiva que dormía bajo sus pies y que nunca, jamás, se había atrevido a desvelar. Tal vez por miedo a ofender a su Dios, seguramente por temor a que, desaparecida cualquier duda, su conciencia no pudiera soportar la carga de su inacción.

Aquella mujer podía morir, y él no iba a hacer nada. Se maldijo, enloquecido. Alzó sus ojos buscando ayuda y consuelo, aunque se sabía indigno de ellos. No era mucho mejor que aquellos a quienes tanto despreciaba. Era un cobarde, sí. Un maldito cobarde.

Las cuentas del rosario pasaban sin sentido por sus dedos. Rezó, hasta el dolor, y su letanía le condujo hasta un olvidado rincón de su interior donde aún pervivía el sentimiento que tantos años le había costado enterrar.

Y fue la furia la que condujo sus pasos apresurados hasta la cripta. Armado con un pesado candelabro empezó a golpear los nichos, uno tras otro, en una orgía destructiva y sacrílega que le dejó jadeante, extenuado y con las manos chorreando sangre. Rompió todas aquellas piedras, y los huecos antiguos y oscuros que alojaron a la estirpe del príncipe Vlad le mostraron a la luz de una vela la horrible verdad que él ya conocía, y que tanto había temido.

Pero ya no tenía otro remedio, destino ni afán que terminar de una vez con todo aquel horror. Ya no había vuelta atrás.

Salió a la calle corriendo, desencajado, imparable, tocando las puertas de aquellos que mejor habían acogido en todo aquel tiempo sus ideas libertarias. Les rogó, les contó, incluso les maldijo ante su incredulidad.

—Si no me creéis, vedlo por vosotros mismos. La verdad os espera en la cripta.

De nada sirvió su trabajada oratoria, ni tampoco las amenazas, las maldiciones o los más horribles vaticinios. Luchaba contra siglos de oscuridad, y la semilla que había tratado de sembrar durante aquellos años no había germinado.

Desistió. Pero aún había algo que podía hacer. Salto una cerca, montó sobre un mulo y salió del pueblo en pos de Marie. Tal vez aún estaba a tiempo de salvarla. La marea de remordimientos que nublaba su mente le impidió reparar en las campanas que tocaban a rebato cuando Curtea ya no era más que un montón de pequeños tejados rojos en la distancia.

Los primeros, los más atrevidos, siguieron el leve rastro de gotas de sangre hasta la cripta. El miedo, profundamente arraigado, convirtió su carrera en pasos temerosos escalones abajo. Y ese miedo se transformó de repente en una demoledora ola de rabia cuando contemplaron aquellos nichos ocupados por una multitud de huesos diminutos, cráneos que solo podían ser de recién nacidos, tibias infantiles que no envejecieron, fémures que nunca llegaron a jugar, estructuras óseas de tiernas manos que jamás sirvieron para aprender a contar.

Los temerosos, que llenaban ya la iglesia, no necesitaron bajar al siniestro osario, pues supieron por los primeros de los hermanos que no habían llegado a tener, del final de sus embarazos a escondidas, de los desaparecidos, de los robados. Y allí sucumbieron cayeron leyendas, cayeron oscuridades y se deshicieron servidumbres. Ahora la bestia tenía nombre. Y el padre ya les había contado dónde estaba y qué se proponía hacer.

Pero los fieles al conde les esperaban en la puerta. Nunca habían previsto este momento, pero sabían bien lo que tenían que hacer. Con su secreto desvelado, su vida, una vida de privilegios pagados con fidelidad absoluta, ahora les iba en detener aquella revuelta a cualquier precio.

La lucha fue sangrienta y feroz. Odio de una parte, supervivencia de la otra. Cuentas pendientes ajustadas a cuchillo. Almas desengañadas que descubrían su poder y ahora, unidas por la rabia, segaban las vidas de sus opresores. El miedo pierde todo poder ante la luz de la verdad.

Cuando partieron tras las huellas del padre Paul, dejaron a su paso un lodazal rojo que la lluvia empezaba a empapar de nuevo, salpicado de cuerpos mutilados que nadie querría enterrar. La venganza se abrió paso hacia los bosques.

El padre Paul llegó a la altura del puente y se encontró allí con el carruaje del conde, en el que su cochero y dos sirvientes estaban resguardados de la lluvia.

¿Donde están? ¿Han cruzado por aquí?

¿Por qué habríamos de responderte?

Os va la vida en ello.

Los sirvientes empezaron a reírse con superioridad, y uno de ellos bajó del pescante mostrando con descaro su pistola amartillada.

¿Mi vida? ¿Y quien se supone que va a quitármela? ¿Vos, frailecillo?

Oíd, malditos. ¡Escuchad con atención! Vuestra perdición viene de camino. ¡Hablad ahora, o nada se podrá hacer por vosotros!

El rufián volvió a reír de nuevo, y comenzó a armar su pistola cuando los otros, desde el coche, le ordenaron callar. El murmullo de la horda furiosa que les perseguía llegaba ya con claridad por los recodos del camino.

El agua se llevó los tres cuerpos que poco antes, entre sollozos, habían relatado lo ocurrido en el  puente y el camino que había tomado el resto de la comitiva hasta el vado.

La lluvia empezó a caer con mayor intensidad mientras aquellos hombres armados con guadañas, hachas, precarias lanzas y las armas que le habían quitado a los caídos recorrían los montes con paso firme en dirección al vado. El padre Paul encabezaba aquella jauría, ajeno ya a toda misericordia, descreído de sus propias prédicas, consciente de que su alma estaba irremisiblemente perdida. Este sacrificio era el precio de su cobardía. Su martirio era todo un sacrilegio, y no tendría más premio que la condenación eterna. Había desencadenado aquel espantoso río de sangre. Sus manos estaban tan manchadas como las de los que habían esgrimido las armas. Y su conciencia no era suficiente para tanta carga.

Pero, por una vez en su vida, sentía que estaba haciendo lo correcto.

Encontraron en el vado a unos cuantos sirvientes atemorizados y nerviosos. Trataron de huir, pero los hombres del pueblo les cortaron el paso. A duras penas logró el padre que no los mataran a golpes antes de que pudieran hablar. Uno de ellos se arrodilló ante él pidiendo clemencia.

—Habla. ¿Cruzaron el vado? ¿Dónde está el conde? 

—No lo sé. ¡Le juro que no lo sé! La mujer cayo al rió mientras trataba de cruzar y el conde se lanzó tras ella para salvarla. Los vimos perderse río abajo.

6 Comentarios

  1. ¡Vaya sabadete eh? Dos capítulos por el precio de uno. Y aún hay otro por venir, si me da tiempo.
    ¿Esperabais sangre no? Pues ahí tenéis, y eso que el conde hasta ahora no ha roto un plato.
    Que decir… me apetecían varias cosas, que he ido pensando estos días. Un conflicto interior, una buena horda de las de toma pan y moja, y sobre todo llevar la historia a un punto en que varias interrogantes quedan abiertas. Muchas, la verdad. Tranquilos, he empezado el nudo al revés, y sé cómo va terminar todo. A esto le quedan unos cuatro capítulos, aunque lo podría alargar pero no quiero pasarme de rosca.
    Por cierto, momentazo Agatha Christie: el malo ha estado ante vuestros ojos todo el tiempo; no se ha ocultado, su maldad a estas alturas es bien patente, pero, ¿sabéis en realidad quién es? Muahahaaa, ¡Como estoy disfrutando con esto!
    ¡Abrazos, (sin colmillos ¿eh?)!

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  2. Nota musical: siempre escribo en buena compañía.

    Por ejemplo, estos dos capítulos se los debo a los conciertos para piano números 2 y 4 de Rachmaninov. No sería mala idea como música de fondo para leerlos, le da un toque bastante….

    Para inspirarme con el próximo he elegido, del mismo compositor, un tema que seguro me arranca unos buenos párrafos: «La isla de los muertos», composición inspirada en un cuadro de Bocklin del mismo nombre que, como os podréis imaginar, es difícil encontrar en la decoración en una ludoteca. ¡No digo más…!

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  3. Nada que objetar en este capítulo, excepto ¡que me he perdido! Intuyo que los huesecillos son los restos que ha dejado la estirpe de Vlad (que tambien intuyo son vampiros y a la que pertenece el conde) Pero no sé por qué me da que va a ser al revés, el cura y el pueblo son los chungos y el conde va a ser bueno….
    Uffff qué intriga!!!!! ¿Cuándo subes el siguiente?😂😂😂

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